En este post queremos hacer algunos apuntes acerca del impacto que tienen las emociones, y su gestión, en la productividad y los resultados de las organizaciones.
Estamos habituados a contraponer razón y emoción, considerando ambos conceptos como contrarios, o al menos ubicándolos en contextos diferentes. Así, entendemos que debemos utilizar la razón en el ámbito profesional y respecto a las cuestiones prácticas de la vida, y reservamos (podríamos decir relegamos) el mundo de las emociones a todo aquello que está relacionado con nuestra vida personal (familia, amigos…).
Sin embargo, un análisis superficial nos haría ver con claridad que no existe ningún ámbito de la vida de una persona en la que las emociones no jueguen un papel determinante, ya que todo cuanto hacemos lo hacemos motivados por una emoción, consciente o inconsciente, y reconocer esta emoción puede constituir la diferencia entre el éxito o el fracaso en las tareas que emprendemos.
Enumeremos algunas emociones positivas como: orgullo, alegría, dicha o satisfacción y algunas negativas como: ira, miedo, celos u hostilidad. Ante el mismo hecho, por ejemplo que un responsable encargue un nuevo cometido a uno de sus colaboradores, el colaborador lo acogerá de forma totalmente distinta en función de la emoción que predomine. De esta forma, puede tener una reacción de ira si considera que siempre se le carga a él/ella con las nuevas tareas o miedo si cree que puede no estar a la altura del cometido, por ejemplo. En cambio, ante este nuevo cometido, otro trabajador puede experimentar orgullo, porque se ha confiado en su buen desempeño, o alegría por tratarse de una actividad novedosa y retante, que puede contribuir a su desarrollo profesional.
De este ejemplo se deduce que la gestión de las emociones es responsabilidad de ambos, manager y colaborador. Ambos deben tener la capacidad de identificar las emociones propias y las del otro, y actuar en consecuencia. El manager que encarga el nuevo trabajo, debe ser capaz de identificar que se encuentra ante un empleado saturado, por ejemplo, y explicarle detalladamente por qué considera que es la persona idónea para realizar la tarea; el propio empleado, debe reconocer su emocionalidad, y ver si está rechazando la idea por razones objetivas o si se encuentra bajo los efectos de una emocionalidad negativa.
Daniel Goleman define la inteligencia emocional como la “capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos, los sentimientos de los demás, motivarnos y manejar adecuadamente los relaciones que sostenemos con los demás y con nosotros mismos.”
¿Qué puede hacer un manager para gestionar las emociones de su equipo?
Fomentar la asertividad y la autoestima de sus colaboradores, dando reconocimiento y feedback positivo cuando sea necesario, y dando el feedback negativo teniendo en cuenta las emociones del otro, para no dañar la autoestima. Desarrollar la propia empatía también contribuye a tener la capacidad de entender al otro desde su “yo legítimo”, y actuar en consecuencia.
Como profesional, tener la capacidad de reconocer una emoción, por ejemplo de ira, y en vez de recrearse en ella, tratar de objetivar la situación, entendiendo que no se es un sujeto pasivo de la ira, o el miedo, o la envidia, sino que se tiene la capacidad de hacer algo para salir de estas emociones negativas y recuperar el equilibrio.
Las emociones positivas benefician el estado de ánimo y con ello contribuyen a obtener mejores resultados y ser más productivos. La alegría es un gran catalizador para la productividad, en tanto que el miedo o los celos actúan en sentido totalmente contrario.
Al hablar de emociones, además de la perspectiva individual podemos tratar la organizacional.
Según Javier Fernández Aguado, presidente de MindValue, “al entender las organizaciones según el paradigma de la persona, se obtienen elementos extraordinarios para la mejora de las organizaciones. Estas, al igual que las personas, se entusiasman y se deprimen, se alegran y se entristecen, exultan y se hunden”.
Entre las medidas que propone para gestionar adecuadamente los sentimientos organizativos, destaca:
- Transmitir únicamente lo que los demás pueden asumir.
- No descargar “tormentas” o inquietudes interiores ante quienes nada pueden hacer para resolverlas.
- Decir siempre aquello que ayuda.
- Comunicar con claridad, huyendo del doble lenguaje, de las “agendas ocultas”.
- Manifestar entusiasmo por las ventajas ajenas, superando la envidia que en algunos producen los éxitos ajenos.
- Mantener la visión positiva en las situaciones difíciles. De diez amenazas sólo se cumple una. Preocuparse por las diez y trasladar esa intranquilidad a los demás es superfluo y dañino.
- Aceptar que no todo puede salir bien, que el mundo no está hecho a nuestro gusto.
- Aceptar que los demás tienen visiones de la realidad que no coinciden con la propia y que no por eso están equivocados.
- No empeñarse en medirlo todo. ¿Cuánto vale el buen tono en una oficina? Quizá no sea mensurable, pero en el corto, el medio y el largo plazo la cuenta de explotación se ve afectada positivamente.
- No pensar que los demás son enemigos, o prejuzgar sus malas intenciones. Ser ingenuo puede facilitar exceso de confianza; ser quisquilloso aleja del trato sincero y productivo.